COMERCIO

Siendo yo muy pequeño, mi padre me llevaba a la tienda de ultramarinos que tenía en un pueblo de la Gomera, Vallehermoso.  Él no la llamaba así. Más bien, decía que en su tienda vendía desde alfileres hasta elefantes. Y casi, casi, era verdad.

A medida que fuí creciendo me fue cargando mi padre cada vez más cometidos en la dichosa tienda. En aquel momento, yo reventaba de enojo ante la exigencia paterna. Yo creía que todos los demás chiquillos de mi edad, según salían del colegio, se iban a la calle a jugar, lo cual no era cierto. Pero eso es como aquél que estaba enfadado porque no podía comprarse unos zapatos nuevos hasta que vio a alguien que no tenía pies. Con los años, he sabido que había chiquillos y chiquillas de mi edad que trabajaban muchas más horas que yo y con mucha más intensidad que yo y a horas más intempestivas que las mías.

El caso es que la tienda me sirvió para tomar una referencia de primerísima mano de lo que era el comercio. Cuando me di cuenta que el engaño formaba parte esencial de las estrategias comerciales, le tomé más aversión aún a la tienda. 

Con el tiempo he venido a aprender que el comercio es parte esencial de la vida, tanto en el ejercicio de la agricultura, como de la medicina o de la docencia; y, que el engaño, también. Y que las enseñanzas que tomé en línea directa de mi padre y de las gentes con las que negociaba, me han sido muy útiles en mi desempeño vital, si bien yo me pasé muchos años en el limbo del buenismo y la carajera, pero eso, porque me empeñé en defender que mi padre estaba equivocado. Y mi abuelo materno, que era otro negociante en la familia, también. ¡Cuando cedí al capricho, cómo los encumbré, a ambos!  Coincidían en sus principios fundamentales, sin embargo, mi abuelo tenía más dotes diplomáticas y muchas veces, coincidiendo con el enfoque de mi padre, sonreía y callaba. Pero yo aprendí a conocer aquella sonrisa sardónica suya y diferenciarla de su sonrisa sincera, cuando daba un sí moviendo la cabeza de lado a lado, o un no, de arriba abajo. ¡Hábil mi abuelo materno! ¡Prácticos ambos! ¡Barbilampiño, yo!

Además de la ley de la oferta y demanda, mi padre me transmitió una máxima con respecto a la banca: 

—No les pidas ni un duro, nunca. Un banco es una empresa que te ofrece paraguas. Todos los que quieras. Cuando hace sol, te ponen cien en las manos. No hace falta que caiga la primera gota, desde que se pone nublado, te  niegan una miserable sombrilla —me decía—.

¡Cuánta razón tenía!

¡Cuánto me enseñaron, ambos!

¡Que Dios los tenga en la Gloria!

In memoriam.